Tejidos de la imaginacion
La pregunta sobre lo que sea lo fantástico en el arte y en particular en la obra literaria ha acarreado los más variados intentos de respuestas a través de aproximaciones que en algunos casos son diametralmente opuestas. El intento estructuralista de Todorov de estudiar lo fantástico como un género literario encauzó su idea de precisar ciertas condiciones para que este fenómeno pudiera originarse, específicamente tres requisitos. El primero de ellos sostiene que es imprescindible “que el texto obligue al lector a considerar el mundo de los personajes como un mundo de personas reales, y a vacilar entre una explicación natural y una explicación sobrenatural de los acontecimientos evocados”.[1] El segundo requerimiento añade que “esta vacilación puede ser también sentida por un personaje de tal modo, el papel del lector está, por así decirlo, confiado a un personaje y, al mismo tiempo la vacilación está representada, se convierte en uno de los temas de la obra”[2] La tercera estipulación sobre la ocurrencia de lo fantástico da énfasis a la significación de “que el lector adopte una determinada actitud frente al texto: deberá rechazar tanto la interpretación alegórica como la interpretación ‘poética’”[3]. Mostrándose en desacuerdo con la noción de compartimentalizar lo fantástico mediante la asignación de un número de condiciones para que éste se manifieste, Rosemary Jackson[4] plantea un modo completamente diferente de abordar este fenómeno artístico. Una de las razones fundamentales que arguye Jackson al refutar a Todorov es el hecho de que la noción de lo fantástico tiene en su concepto claras raíces en las manifestaciones del subconsciente humano y además su plasmación tiende a expresar un deseo de realizaciones imprecisas y muchas veces imposibles.
Por otra parte, desde la perspectiva de los escritores, lo fantástico se ha adoptado como una zona indefinida y permeable cuya ductilidad no propicia el arribo a un conjunto de características específicas. De hecho, en lugar de que lo fantástico desemboque en una totalidad sujeta a un número determinado de propiedades, lo que promueve una estética de lo fantástico es más bien una acelerada diseminación de los significantes narrativos. Este aspecto es particularmente visible en el caso de la literatura hispanoamericana. Desde un punto de vista de su historia literaria el extenso empleo de lo fantástico comprende las letras de la Colonia, la de los siglos diecinueve, veinte y veintiuno. Es un rasgo claramente persistente aunque no necesariamente uniforme. Las obras artísticas en Hispanoamérica que han trabajado con este concepto lo han ido reformulando espontáneamente de acuerdo con la idiosincrasia de su plasmación y de la escritura de sus autores, por lo cual desde un ángulo concerniente a la naturaleza y dispositivos estéticos que retan la continua renovación y riqueza del discurso narrativo, la utilización de lo fantástico en el cuento hispanoamericano deviene una representación absolutamente heterogénea. Su maleabilidad estética es palpable en cualquier tramo de historia literaria que se intente evaluar.
Cortázar le llamó a lo fantástico un sentimiento por el carácter visceral de su encuentro con la realidad en el sentido de que esta sensación de diferencia se encuentra en la vida diaria, en el centro de lo que se denomina realidad. Para el autor de Rayuela, la experiencia humana no es vivible ni explicable solo a través de la racionalidad y de allí que sus cuentos resultan en complejos portales de comunicación entre lo real y lo insólito. María Luisa Bombal, por su parte, encontró en lo fantástico un modo de explorar poéticamente las formaciones emergentes de lo subconsciente y su potente efecto en las relaciones humanas. Para Felisberto Hernández lo fantástico funcionaba como un acceso a transferencias de orden psíquico las cuales permitían una integración de todos los planos de la naturaleza, es decir, que no podía apartarse, por ejemplo, la vivencia animal de la humana y por lo tanto hizo converger el acceso a lo fantástico como un principio de la comprensión de los ecosistemas. En otros de sus cuentos el escritor uruguayo da a entender que la noción de lo fantástico es una hermenéutica que puede particularizarse sólo en la narratividad específica en que funciona como es el caso de su cuento “la casa inundada” en el cual una vivienda es arquitectónicamente inundada para desde ese mundo vivir de modo real los alcances oníricos de tal acto.
En Mario Levrero lo fantástico es una conductividad de las pulsiones humanas actuadas en voliciones psíquicas perturbadoras por lo tanto lo insólito no es un referente extraño al ser humano que precise ser encontrado. Lo esencial de lo fantástico en Levrero reside en la urgencia de su convocación. En los cuentos de Enrique Jaramillo Levi lo fantástico consta de múltiples aperturas destinadas especialmente a representar las alteraciones psíquicas de sus personajes así como la persistente duplicación de sus estados conscientes que llevan a dudar de su realidad, Cuando esa alteridad se conecta a lo metafísico, el estatuto existencial de esos personajes deviene precario e incierto, dejando como lección narrativa el valor estético de la perplejidad.
Así, a través de estas ejemplificaciones podríamos acudir a un amplísimo corpus de relatos de dimensión fantástica como los de Leopoldo Lugones, Pablo Palacio, Roberto Arlt, Teresa de la Parra, Julio Garmendia, Jorge Luis Borges, Luisa Mercedes Levinson, Juan José Arreola, Antonio di Benedetto, Gabriel García Márquez, Armonía Somers, Reynaldo Arenas, Antonio Benítez Rojo, Cristina Peri Rossi, Carmen Naranjo, Rosario Ferré, Myriam Bustos Arratia, Elvira Orphée, Salvador Elizondo, Jaime Collyer, Marosa di Gorgio, Carlos Iturra entre otros grandes cuentistas de Hispanoamérica y en ese examen lo que más apreciaríamos sería que el único posible común denominador se registra en la diversidad y riqueza de representaciones de lo fantástico, colocándonos en ese potencial círculo al que se refiere Heidegger cuando estudia la esencia del arte: “Lo que sea el arte debe poder inferirse de la obra. Lo que sea la obra sólo podemos saberlo por la esencia del arte”[5] Es decir, mutatis mutandis, lo que sea lo fantástico debe poder inferirse de la obra. Lo que sea la obra sólo podemos saberlo por la esencia de lo fantástico. Se trata, por lo tanto, de una tarea doble en la cual una reflexión filosófica sobre la esencia de lo fantástico dialoga con las múltiples representaciones artísticas generadas por esta noción.
He discutido estas premisas en mi libro Una temporada en la posmodernidad latinoamericana. De modo sucinto, destacaré algunas de ellas. Primero, es preciso hacerse cargo del hecho de que “La extendida presencia de lo fantástico en el arte responde a una de las más intensas afirmaciones de lo humano en medio de la abrumadora experiencia de fragilidad, soledad y futilidad con la que nuestra existencia respira en una vastedad imposible de conocer o siquiera concebir como un solo ente aprehensible”[6]. Segundo, debemos reconocer que “En lo fantástico se transparenta la inalienable naturaleza metafísica del ser humano. Es por ello que lo fantástico acaba con el reino de las certidumbres y su proyección artística se dirige a las vías de lo informe y lo caótico, ensanchando multidimensionalmente las exploraciones de lo creativo”[7]. Tercero, es fascinante saber que “Lo fantástico seduce a todo ser incompleto y se deja seducir por la riesgos aleatorios de lo real, lo cual es el mejor indicador de que lo fantástico no podrá nunca resolverse en estructuras, tendencias, o inquebrantables temáticas con sus variables. Por el contrario, su plasmación es tan mudadiza como niveles de incursión de lo real se encuentren”[8]. Cuarto, “Los parámetros de objetividad y subjetividad no son decidores sobre lo fantástico; frente a lo cual mientras más deslumbrantes sean sus vías, más próximo se está de lo humano. Lo fantástico nada tiene que ver con ‘fantasear’ sino con imaginar lo real en esa dimensión otra que puede abrirse aun más a lo real no visto.”[9] Finalmente, veo en “Lo fantástico . . . el único verdadero poder humano disponible. Es el poder de amar todo lo que se pueda y quiera amar, y de transformarse en todo lo posible de transformarse sin licencias, ni necesidades de probar su mercantilización. Hasta cierto punto es una zona intransferible e inenarrable aunque el arte intenta diseminarlo”[10].
En Abrir las manos, el primer libro de cuentos de Lewis, estudié la conexión que la escritora hacía entre lo supernatural y lo insólito como el puente que le permitiría la crítica a la confianza de modelos racionales en la historia del desenvolvimiento cultural y las amarras y barreras que ello creó en la manera como la educación fue disciplinariamente impartida, la sexualidad estrictamente regulada, la compleja cuestión del género sexual binariamente expuesta.[11] Es decir que el acceso a lo supernatural gatilla en ese primer libro de Lewis una visión crítica de los sistemas de control sociocultural a todo nivel permitiendo que lo fantástico devele esos modelos retrógrados, la intervención fascista del cuerpo y biología humanos, su uso monetario y recree al mismo tiempo el sentido de devenir, liberando las fuerzas caóticas de la creación.
Considerando lo expuesto y atendiendo al hecho de que el segundo libro de cuentos de Lewis—El hilo que nos une—se asocia así como Abrir la manos con una narrativa de lo fantástico, sería una posición hermenéutica legítima preguntarse tanto sobre los cauces de su plasmación como sobre su esencia misma. Me doy cuenta, por supuesto, que lo problemático de esta correspondencia inicial reside en conformar los tres cuentos de esta segunda obra de Lewis con nociones predeterminadas de lo fantástico, o aún peor en guiar esos textos a una lectura que tiene una expectativa de lo fantástico basada en los condicionamientos de lectura generados por otras obras o por una tradición básica del tema. Como en otros grandes autores que han cultivado lo fantástico en la literatura hispanoamericana, Lewis no opera con la idea de anticipar o establecer ciertos temas referentes a lo insólito. Su narrativa tiende a proponer develaciones provisorias sobre el ser humano o sobre su interacción social que pueden llevar a planos espirituales, metafísicos, a refracciones de lo fantástico que aumentan el terror de incompletitud del ser humano y a terrenos escatológicos en su doble acepción de lo trascendente y lo que niega esa espiritualidad, llevándolo a lo puramente terrenal.
En verdad, la obra de Lewis no opera con un discurso narrativo que dé respuestas a lo que sea lo fantástico ni siquiera a cómo lo fantástico funciona ni menos cómo y hacia dónde lo fantástico conduce a sus personajes. Su propuesta estética se coloca más allá de resoluciones dando paso a dudas existenciales que transforman completamente el contenido anecdótico de sus cuentos y generando en ese proceso diversos y hasta contradictorios niveles de lectura. En este punto lo que el lector empieza a ansiar no es el desenlace porque éste es un conocimiento que no resolverá las dudas de los múltiples significantes que está abriendo el cuento. Lo que el lector llega a desear en lugar de un desenlace que terminará con el cuento es la incompletitud del viaje en el que la lectura le ha puesto, sabiendo de pleno que este trayecto no cuenta con direcciones, ni con destinos, ni con objetivos. Por otro lado, nos damos cuenta que esta travesía que fácilmente se convierte en huida no la proseguimos con el dolor de la escritora ni con el vuelo de su escritura. Tal vez será un itinerario más consciente, tal vez más subterráneo. En esa encrucijada se revive el poder de la incertidumbre que es lo que nos hace seres creativos.
Novalis afirma que “Todo lo que es visible se aferra a lo invisible. Lo que se puede escuchar [se sujeta] a lo que no se logra oír, lo que se puede sentir [se prende] a aquello que no se puede sentir. Tal vez, lo pensable [se afianza] en lo impensable”.[12] El poeta y filósofo alemán se está refiriendo a las vías que la imaginación tiene para liberarse de nociones establecidas de tiempo—presente, pasado, futuro—de referencias directas a lo real, de estímulos racionales, posicionando la imaginación como el sentido por excelencia. El plano visible del cuento “El hilo que nos une” es la historia de amor, desamor, lascivia, y desagravio entre dos jóvenes, María Bravo, la Bordadora y Estuardo Aguilera. También es patente el trasfondo de contrastes de esta relación: María es la joven morena de extracción social baja que vive en un barrio pobre y se gana la vida con un oficio que no está en la lista de trabajos prestigiosos mientras Estuardo es el blanco adinerado de familia aristocrática que trabaja en una oficina lujosa en una escala profesional socialmente privilegiada. Hasta los apodos cariñosos de los amantes apuntan a una divergencia racial de una parte, de clase social de la otra: En lo que dura el amor y la atracción sexual, la Bordadora es “mi Negra” y el joven de clase social alta “mi Niño”. Cuando María, la Bordadora se entera a través de la madre de su amante que a ella se le está pidiendo que borde nada menos que para la ropa del bebé que dará a luz la futura esposa de Estuardo y para otros menesteres relacionados a esa boda, lo visible deja de tener relevancia y comienza a emerger lo que había estado oculto o lo que había sido visto solamente como meros aspectos del aprendizaje de un oficio.
La atención de la historia se dirige ahora a las técnicas de la costura de María, la Bordadora. Técnicas que conciernen a la propia escritura y a las relaciones entre ésta y el cuerpo de la escritura. Lo que en verdad surge es una unidad que engloba los tejidos del bordado con el narrativo y ambos con el cuerpo de la escritura y de la escritora. La técnica del bordado que María ha aprendido de la abuela se caracteriza por el rigor de su precisión al extremo de que si se descubre alguna falla debe deshacerse lo hecho y comenzar de nuevo. Esta exactitud que requiere total concentración conduce a un diseño exclusivo y por tanto crea una posesión distintiva de la tejedora. Se podría decir que el bordado resultante es de hecho un encuentro con lo insólito, la aparición de un producto que no estaba a través de una actividad que según la abuela de la protagonista cuenta con un objetivo adicional: “’Bordar calma al animal que vive acá arriba’, me decía señalando su cabeza”.[13] Esto último es otro aspecto que conecta la simbiosis de bordar y escribir. Apunta a la noción de catarsis que muchos artistas han declarado como una condición totalmente enlazada a la labor creativa. A través del cuento se va dando énfasis de modo detallado a la actividad de costurar de la protagonista:
Había hecho las costuras en pespunte, que es de mis puntadas favoritas: rápida, sencilla y vistosa. Se cose de derecha a izquierda. La aguja se clava en la tela, se cuentan seis hilos hacia atrás y se introduce en ese punto. Luego se saca seis hilos hacia adelante, se mete en el mismo lugar de salida y se repite. Así se van uniendo las costuras, sin dejar espacios entre sí. Retrocedes y avanzas, retrocedes y avanzas.14
Dar a conocer el mecanismo del oficio prepara el cruce entre tejer y escribir, bordado y creación. También, la operación de meter y sacar la aguja se relaciona a la actividad sexual, a los momentos cargados de tensión narrativa y al potencial desplazamiento de tejer/escribir en el cuerpo. Luisa Valenzuela se refiere a la noción de escribir con el cuerpo tras la experiencia de haberse sentido perseguida en las calles de Buenos Aires durante la época de la dictadura militar en 1967, clarificando que no está hablando de un lenguaje corporal sino del hecho de que para la escritora argentina el acto literario es uno de total compromiso social. Es decir que la escritura se impregna de todo lo que el cuerpo de la escritora tuvo que absorber para poder escribir, incluyendo el terror, el miedo. En otros términos, escribir con el cuerpo hace referencia a una escritura política. La obra de Lewis adopta igualmente las vías de una escritura política, pero a diferencia de la de Valenzuela, en su cuento “El hilo que nos une” la idea no es escribir con el cuerpo sino escribir en el cuerpo:
Me quedé mirando la costura que sostenía en la mano y se me ocurrió una idea. Una idea brillante y grotesca. La adrenalina se apoderó de mí. Había que probarla y había que hacerlo sin pensarlo. Busqué en mi costurero y saqué la aguja más grande que había en él. Gruesa, firme y puntiaguda, medía cerca de dos pulgadas. Era perfecta para lo que necesitaba. Entré a la casa y la calenté en la estufa. Tomé un espejo, una toalla y salí al patio. Coloqué el espejo en la mesa, lo fijé a la altura de mi cara y ensarté un trozo de hilo de seda de algodón en la aguja. La situé en el lado derecho de mi cabeza, tal como se empieza en el pespunte. Viajé hacia atrás en mi mente. El recuerdo seguía ahí, intacto. Aproveché ese instante e introduje la aguja con fuerza en mi frente. La puyada me ocasionó un dolor tremendo.15
La operación de la protagonista de bordar en su propio cuerpo produce el efecto de conservar imágenes de plenitud, de un pequeño universo de dicha en la que ella lo ha dado todo. Se trata de una inscripción de la memoria y por lo tanto de un registro temporal: el pasado conservado en el presente diario del cuerpo. Cada puntada que se va dibujando en la frente de María, la Bordadora es una imagen del mundo propicio no durable de su relación. Es decir que su frente graba el auge utópico aunque efímero de su existencia Al mismo tiempo, esas imágenes adheridas ahora a su cuerpo van a desaparecer de la memoria de la persona con quien se había construido ese contentamiento que la vida ofrece fugazmente y finalmente serle devueltas, pero esta última acción de devolver las imágenes al otro será tomada en el momento oportuno, asegurando el control ahora de su cuerpo.
Las técnicas del bordado son las artes del escribir. Dos oficios que requieren la destreza de armar y desarmar, tejer y destejer, escribir y des-escribir. Ambas son costuras. En una de ellas, el diseño se va dibujando en la tela. En la otra, se va inscribiendo en la piel. Ambas son actividades sociales y su relación reside en que una de ellas, lleva a la otra. La escritura en el cuerpo, sin embargo, es la que permite la máxima libertad posible en un mundo en el que absolutamente todo—incluyendo una relación personal—se puede mercantilizar. El aspecto político de escribir en el cuerpo reside así en inventar un espacio posible de autonomía en un modelo social en el que el cuerpo ha devenido una mercancía más.
He destacado tan solo una de las vertientes que ofrece el imaginativo cuento de Lewis, un texto lleno de voces cifradas, de complejos y contradictorios universos narrativos así como lo son también los otros dos cuentos de esta colección “Muertos de risa” y “La mujer de chocolate”. Las dos colecciones de cuento que ha producido hasta ahora esta brillante escritora panameña han sido diseñadas con esa ductilidad narrativa en la cual la lectura es una seducción desde el principio hasta el fin del relato. Es el hechizo perfecto de haber intuido el mundo de los lectores y de que éstos han asimilado y discernido el cosmos más íntimo de esa creación. Sólo que en ese instante del placer de la lectura, se alcanza a divisar por la comisura de los ojos un espejo retrovisor narrativo en el que la historia supuestamente absorbida empieza a verse de otro modo: fragmentada, múltiple, densa y hasta perturbadora. Y en ambas riberas de los ricos recursos narrativos de Lewis, la de la familiaridad y la de sus registros insólitos se encuentra la dicha de percibir que el arte literario no solo es siempre algo más que una historia sino que principalmente éste comienza la expansión de sus significantes cuando dejamos atrás la anécdota de la historia.
[1] Todorov, Tzvetan. Introducción a la literatura fantástica. 2ª edición. México, Premia Editores, 1981, p. 19.
[2] Todorov, p. 19.
[3] Todorov, p. 20
[4] Fantasy: the Literature of Subversion. London & New York: Routledge, 1988.
[5] Arte y poesía. México: Fondo de Cultura Económica, 2012, p. 36.
[6] Una temporada. Santiago, Chile: RIL Editores, 2017, p. 229.
[7] Una temporada, pp. 229-230.
[8] Una temporada, p, 230.
[9] Una temporada, p. 231.
[10] Una temporada, 231.
[11] Véase mi artículo “Política de lo supernatural y las vías posmodernas del antirracionalismo en Abrir las manos de Cheri Lewis.” en (Re) Imaginar Centroamérica en el Siglo XXI. Literatura e Itinerarios Culturales. Eds. Maureen E. Shea, Uriel Quesada and Ignacio Sarmiento. San José, Costa Rica: Uruk Editores, 2018, pp. 17-44.
[12] Philosophical Writings, Albany, New York: State University of New York Press, 1997, p. 118
[13] El hilo que nos une, p. 17.
[14] El hilo que nos une, p. 25
[15] El hilo que nos une, p. 26.