Jaramillo Levy
En la narrativa breve de Cheri Lewis el absurdo es una constante, al igual que la osada franqueza sexual y el desparpajo existencial, los cuales se presentan con la mayor naturalidad dentro de una permanente actitud lúdica frente a la vida y de cara al reto de la creación literaria.
En sus mundos ficcionales hay un total desenfado, absoluta naturalidad, incluso humor, ironía a ratos. A ello contribuyen varios factores: a) Esta nueva autora narra sus historias con gran soltura y sencillez en el uso del lenguaje. b) Tiene una visión coherente y armónica de este tipo de realidad. c) Sabe ser amena, y logra pasar de una secuencia narrativa a la siguiente con singular fluidez y manteniendo siempre abiertas las expectativas del lector en cuanto a lo que va a suceder. d) No dramatiza sus escenas ni convierte en víctimas ni en chivos expiatorios a sus personajes, por más chuscas o irracionales que puedan ser en el fondo las cosas que pasan.
Y es que en sus cuentos se da por sentado que todo es posible, que nada es demasiado sorprendente o extraño o raro, aunque lo sea. Es uno de sus grandes méritos. No sólo porque le funciona muy bien, sino porque es una manera de escribir muy poco usada en nuestro medio, en donde tendemos a convertir lo sobrenatural, lo fantástico, lo grotesco o lo absurdo en tragedia terminante e irredenta.
También el tema de la sexualidad es abordado por Cheri Lewis sin tapujos. Con osadía y gracia, con fuerza y ostentación, con sarcasmo a veces. Siempre con desapego absoluto al qué dirán, como una auténtica creadora que no solo llama a las cosas por su nombre y se mete en ellas sin temor al qué dirán para poderlas captar mejor aunque no siempre puedan entenderse, sino que al ir creando espacios singulares de identidad se ha forjado parcelas muy particulares y no obstante aptas para ser compartidas con el lector como si este fuera una suerte de cómplice. Y la autora hace uso de esta actitud con absoluta libertad. Así, el famoso cuarto propio que en su momento exigía Virginia Woolfe para las escritoras de su tiempo ha sido plenamente habitado por Cheri Lewis, sintiéndose sin duda, además, muy a gusto en él.
Se trata entonces de un primer libro gratamente sorprendente. Inquietante. Desafiante. Estamos frente a una cuentista que, sabiéndose renovar, no repitiéndose, promete abrir nuevos horizontes ficcionales en el tejido heterogéneo y creciente de nuestras letras nacionales. Hay varias señales de esto: a) Si bien, en general, la actitud de desenfado y humor de nuestra autora se mantiene en todo el libro, resulta gratamente sorprendente descubrir cómo cada uno de los 12 cuentos que lo integran tiene un tema, una estructura, un tono, un lenguaje, una proyección muy particulares. b) La cotidianidad como rutina, como manera de ser de las circunstancias tiene tanta importancia –pese al desenfado tonal—como la manera en que los personajes viven las fracturas o quiebres o rupturas de la realidad que de una forma u otra conviven con esa cotidianidad o en un momento dado la invaden tornándola otra. Esto significa que hay una permanente concepción artística que subyace en la visión de mundo de la autora al lidiar con la realidad, y que tiene los instrumentos formales que hacen posible su plasmación literaria.
Veamos tres ejemplos: En “Mujer hecha pedazos”, cuento que abre esta colección, la creatividad arranca desde el título mismo. Podría ser el nombre de un cuadro en su capacidad de síntesis, de estampa congelada. Y además resulta que esto es exactamente lo que pasa a varios los niveles en la historia, puesto que en el plano real trata de una mujer a la que se le caen al azar, sin causa justificada, diversas partes de su cuerpo –brazos, piernas–, como si de prótesis que se quitan y se ponen se tratara. Pero en un nivel simbólico pareciera aludirse, acaso subliminalmente, a una falta de paz interior en el personaje, de unidad psicosomática, a causa de un viejo y aún reptante traumatismo emocional ocasionado por una relación amorosa fracasada.
En “Abrir las manos”, cuento que da título al libro, se conjugan la creación de una atmosfera inquietante, enrarecida, pausadamente amenazante, y la irrupción paulatina de hechos que al infiltrar cada vez más la paz familiar terminan desquiciándola sin remedio: una horda de bebés sobrenaturales invaden el hogar, se apropian de él, y finalmente se llevan sin violencia externa pero en una suerte de conjuro inexorable a uno de los miembros de la familia sin que los demás puedan hacer absolutamente nada al respecto. Ocurre, pues, la escenificación de la impotencia ante lo desconocido, ante lo inaudito, plasmada magistralmente en unas cuantas surrealistas pinceladas trazadas con gran plasticidad. Si en el cuento “Casa tomada” de Cortázar los hermanos que habitan la casa se sienten impelidos a abandonarla por el avance de misteriosos ruidos que poco a poco avanzan desde el fondo hacia adelante ocupando espacios antes privados, en este cuento de Cheri Lewis es uno de los personajes (una de dos hermanas) el que es inducido por la presión grupal abrumadora de estos extrañísimos bebés superdotados salidos quién sabe de dónde –que nunca emiten sonido alguno— para abandonar su hogar e irse custodiado por ellos como en el lento ritual de un secuestro silente.
“La muralla”, a mi juicio un gran cuento, es un desmesurado tour de forcé narrativo en el que realismo y teatralidad se funden y se confunden, tanto desde sus respectivos ámbitos de realidad como a lo interno de cada uno de esos ámbitos. En este cuento todo funciona imprevisiblemente para que las expectativas del lector no se cumplan. Porque como a veces ocurre en la vida misma, no hay manera de entender cómo pasan las cosas, por qué suceden de forma tan extraña o inaudita, ni cuáles habrán de ser sus consecuencias…, hasta que de pronto las consecuencias se desatan bruscamente y, sin piedad, causan estragos irreparables. Y es que Cheri Lewis sabe en este cuento hacer convivir lo que sucede en un palco desde donde tres personajes comparten un espacio como espectadores de una obra teatral, con la obra misma que se está escenificando. Por un lado, en dicha obra, dos hermanas y una muralla que es preciso escalar para escapar de la vida o de la muerte, según se mire, son la única, escueta escenografía. Una obra, por cierto, que nos remite al más puro teatro del absurdo a lo Beckett, Ionesco, Pinter o Albee, dramaturgos antes mencionados de esa escuela de mediados del siglo xx. Pero por el otro lado, la interacción emocional que ocurre en el palco entre los tres personajes, y que acaba en tragedia.
Cada uno de estos doce cuentos de Cheri Lewis es digno de análisis por su calidad y por su ejemplaridad en cuanto a cómo se puede ser versátil en la creación literaria sin traicionar un estilo propio, un estilo que ya nace cuajado y que subyace en el conjunto y se yergue dándole sentido al sensentido. Un buen crítico literario fácilmente podría entusiasmarse tanto con estos cuentos como para escribir todo un libro en torno a “Abrir las manos”, primer libro de su autora, obra que, como quien no quiere la cosa, rompe esquemas y abre caminos en la literatura de ficción breve de Panamá.